A pesar de llevar más de medio siglo de "tiras y aflojas" con Bruselas, Ankara aún tiene varios frentes abiertos que limitan sus opciones para entrar en el club de los 27.
24/05/10. Borja de la Mota
Lejano queda ya el 12 de septiembre de 1963. Aquella fecha, en la que las autoridades europeas y el Gobierno otomano firmaron el Acuerdo de Ankara, un tratado de asociación, suponía el pistoletazo de salida para las aspiraciones de la moderna y recién creada República de Turquía de adherirse a la Comunidad Económica Europea, embrión de la actual Unión Europea.
Desde entonces, con más de medio siglo de negociaciones y conversaciones, poco se ha avanzado en el proceso de adhesión, aunque son muchos los capítulos escritos en esa dirección. Tras el Acuerdo de Ankara, ambas partes firmaron un posterior protocolo en 1970 que parecía afianzar la candidatura otomana a su inclusión comunitaria. Pero, a pesar de las buenas expectativas del Gobierno turco, el proceso se estancó y no fue hasta 1987 cuando se presentó de manera oficial la candidatura de Turquía para entrar en la UE. Como se sabe, en Bruselas 'las cosas de palacio van despacio' y las instancias comunitarias no dieron el visto bueno a la oferta turca hasta más de una década después, en 1999.
Como paso previo a cualquier negociación definitiva, la Comisión y el Parlamento Europeo siempre han exigido una profunda renovación de las instituciones turcas. Ankara, sabedor de que su democracia no estaba a la altura de los estándares comunitarios, puso en marcha un proceso de reforma del texto constitucional, fechado en 1980. Con este 'lavado de cara' se pretendía abolir la pena de muerte, mejorar, a pesar de que aún dista mucho de ser una situación idílica, el trato a la población kurda en el sureste del país y permitir a los funcionarios organizarse en torno a asociaciones de carácter civil.
En la actualidad, Turquía es un actor en franco crecimiento dentro del escenario internacional. A su auge económico ha de sumarse el incremento de su peso como intermediario en Oriente Medio y con el mundo árabe en general. En los últimos años, Ankara ha logrado consolidarse como un miembro a tener en cuenta dentro del G-20, el grupo de los veinte países más industrializados del mundo, y, en la actualidad, ocupa un sillón dentro del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas como miembro no permanente.
Además, Turquía se ha erigido como un interlocutor válido y competente, con el visto bueno de Rusia, para solucionar el contencioso entre Armenia y Azerbaiyán, el de Nagorno-Karabaj, uno de los conflictos más olvidados y desconocidos del mundo. Por otra parte, el hecho de que Estambul sea la actual Capital Europea de la Cultura no hace sino reforzar la imagen de modernidad que se está proyectando desde el Gobierno de Recep Tayyip Erdogan, primer ministro turco.
Pero no todo es de color de rosa en Ankara. Tras medio siglo llamando a la puerta de la UE, la población turca, mayoritaria y tradicionalmente proeuropea, empieza a cansarse de las largas que le da Bruselas. Este agotamiento popular ha servido de germen para las voces que claman por dar la espalda a Europa y, aupados por un sentimiento panislamista, mirar al mundo árabe.
Es cierto que Ankara ha puesto en marcha un proceso de reforma sociopolítica con vistas a cumplir los estándares democráticos europeos. De este modo, se ha avanzado en cuestiones tan vitales a ojos de Bruselas como la imparcialidad de la justicia, la igualdad de la mujer y su papel activo en la sociedad o el respeto a los derechos humanos y a las libertades individuales. Pero, por otro lado, también es cierto que aún quedan muchas cuestiones por abordar en la vida turca: las libertades de ideología, expresión, asociación y prensa aún son muy endebles, la tortura sigue siendo una práctica habitual en el país, según denuncian las ongs, la sumisión del poder militar al Estado no está muy clara y el conflicto kurdo sigue latente a pesar de las quejas de la UE y Naciones Unidas.
Desde 2005, Turquía mantiene conversaciones para su ingreso en la Unión Europea y se ha iniciado un diálogo serio una vez superados los recelos de Austria, Chipre y Grecia. Por otro lado, Ankara ya ha mostrado su disconformidad con la actitud francoalemana y acusa al eje París-Berlín de "cambiar las reglas del juego con el partido ya empezado", según declaraba Erdogan el pasado mes de febrero. El primer ministro turco también señalaba que las aspiraciones de su país "sólo pasan por una adhesión de pleno derecho, cualquier otra fórmula es inaceptable".
Alejandro Muñoz-Alonso, catedrático de la Universidad Complutense de Madrid y habitual colaborador de EL IMPARCIAL, cree que la adhesión de Turquía "está todavía muy lejos de ser consensuada en el seno de la Unión Europea y los dos países más importantes, Francia y Alemania, han hecho pública, en más de una ocasión, su oposición a la entrada de Ankara en el bloque europeo".
Uno de los puntos más recurrentes a los que alude el Gobierno de Erdogan para defender su adhesión es el de su carácter mediterráneo. El factor Mare Nostrum como elemento común al espíritu europeo ha sido un argumento constante en la defensa de los intereses turcos. En cambio, Muñoz-Alonso cree que, puestos a tomar al Mediterráneo como razón para incluir a Turquía en la Unión Europea, "¿por qué no invitar también a Israel o Marruecos?". En el caso del primero, Tel Aviv supondría un aliado estratégico clave en Oriente Medio, mientras que Rabat "serviría para acallar las suspicacias árabes", apunta el catedrático.
El factor musulmán y el problema demográfico
Otro de los lastres que arrastra Turquía es su población. En la actualidad, Turquía cuenta con poco más de 70 millones de habitantes, de los que la gran mayoría es de confesión musulmana. En caso de entrar en la Unión Europea, el porcentaje de fieles del islam dentro de la fronteras comunitarias pasaría del 5 por ciento actual a rondar el 20 por ciento. Además, el centro demográfico se deslizaría hacia oriente (sólo Turquía suma los mismos habitantes que los 15 países miembros menos poblados, más de la mitad de los socios europeos), ya que pasaría a ser el segundo país más poblado de la Unión sólo por detrás de Alemania. Esta evolución de la población comunitaria no es bien vista ni por políticos ni por la misma ciudadanía, que no aprueba la inclusión del que sería el primer país de confesión islámica dentro de las fronteras de la UE.
Además, no se debe olvidar que, a pesar del carácter laicista y democrático que tiñe la vida política turca, la presencia de fuerzas islamistas ha ido creciendo en los últimos años y todavía hay un recurrente y preocupante sentimiento antisemita en Turquía. El propio primer ministro Erdogan es el cabeza de cartel de un partido político de corte moderado aunque islamista, algo que se vio contrarrestado con el nombramiento de Abdullah Gül como presidente de la República, reconocido laicista y proeuropeo declarado. A pesar de ello, aún resuenan con desconfianza en Bruselas las declaraciones que realizó Erdogan en 1998, cuando señalaba que "las mezquitas son nuestros cuarteles, los minaretes, nuestros espías y los fieles, nuestro ejército". Una proclama islamista en toda regla.
Con Irán en la trastienda
Esta misma semana, y a raíz de las reacciones no precisamente a favor del acuerdo de cooperación energética alcanzado entre Brasil, Irán y la propia Turquía, el primer ministro otomano cuestionaba la autoridad del Consejo de Seguridad de Naciones para criticar el tratado. "Mientras mantengan (los miembros del Consejo) sus armas nucleares, ¿dónde está la credibilidad de pedir a los demás países que no las tengan?, apuntaba Erdogan. En este mismo sentido, Ban Ki-moon, secretario general de la ONU, valoró con reticencias el acuerdo trilateral a la espera de las conclusiones que saque el Organismo Internacional de la Energía Atómica (OIEA) al respecto.
Lo cierto es que el acuerdo alcanzado la semana pasada, por el que Irán intercambiará uranio enriquecido al 3,5 por ciento con su vecino del noroeste, no ha tenido muy buena acogida a este lado del Bósforo. El hecho de que un país aspirante a formar parte del club comunitario se codee con Irán, un declarado enemigo de Occidente, y le facilite el acceso a componentes necesarios para completar su programa nuclear ha levantado ampollas tanto en Bruselas como en Washington, tradicional aliado de Turquía.
Estados Unidos, que se ha posicionado en reiteradas ocasiones en favor de la adhesión de Ankara a la Unión Europea, siempre ha visto al Gobierno otomano como una cabeza de puente para llegar sus propuestas al mundo árabe, con más de 1.600 millones personas y su gran asignatura pendiente. Tras la firma del tratado, Washington podría replantearse sus relaciones con Ankara y, de este modo, difuminar el apoyo que hasta ahora había mostrado Obama a la adhesión otomana.
A pesar de que los países miembros en favor de la candidatura turca son mayoría, lo cierto es que son todos de segundo orden. Los pesos pesados, Francia y Alemania, son más que reticentes a la inclusión de Turquía. Nicolas Sarkozy y Angela Merkel, primer ministro francés y canciller alemana respectivamente, son partidarios de que se le conceda un estatuto de asociación privilegiada pero no la adhesión. Además, el reciente cambio de rumbo hacia el conservadurismo en el Gobierno británico podría perjudicar aún más la postura de Turquía.
Por muchos apoyos que recabase Ankara en la UE, el hecho de tener a las tres grandes potencias comunitarias en contra condenaría la candidatura otomana de nuevo al ostracismo. Pero ahí no queda la cosa. Tras el nombramiento del nuevo equipo ejecutivo comunitario, el Gobierno de Erdogan vivió, al mismo tiempo, una mezcla de optimismo y pesimismo. Por un lado, se nombrada como cara visible de la diplomacia europea a la baronesa Catherine Ashton, reconocida defensora de la causa turca. Por otro, se ponía al frente de la UE el belga Herman Van Rompuy, eterna 'china' en el zapato de Ankara que ya declaró hace años que "Turquía no es Europa y no lo será jamás".
Tres décadas de ilegalidad
Sin duda, otro de los grandes contratiempos que encuentra Turquía para anexionarse a la UE es el contencioso que mantiene con Chipre, miembro de pleno derecho desde 2004. En 1974, el ejército turco invadió la parte norte de la isla mediterránea. Casi cuatro décadas después, Ankara, habiendo desoído las numerosas resoluciones de Naciones Unidas y las reclamaciones de la comunidad internacional, mantiene la región ocupada y las negociaciones para encontrar una solución parecen estancadas.
En una entrevista reciente con EL IMPARCIAL, Alexis Galanós, alcalde de la ciudad chipriota ocupada de Famagusta, señalaba que "tal y como están las cosas en la actualidad, Turquía jamás podrá entrar en la Unión Europea a no ser que abandone la isla que, no olvidemos, es territorio comunitario a todos los efectos". Además, el político chipriota añadía que "no puedo imaginarme el día en que Turquía sea un miembro de pleno derecho de la Unión Europea y, al mismo tiempo, mantenga sus tropas de ocupación en Chipre; no creo que haya ningún parlamento en Europa que aceptase esta situación".
Recep Tayyip Erdogan tiene muy clara la estrategia que Bruselas tomó respecto a Nicosia. "Chipre no entró en la Unión Europea en 2004 por haber cumplido la normativa europea, sino por una cuestión política, lo cual fue un error", ha indicado recientemente el primer ministro turco que cree que su país "es mucho más avanzado que algunos miembros comunitarios".
Entonces, ¿sí o no?
A pesar de los evidentes lazos históricos que unen a la península de Anatolia con Europa occidental, lo cierto es que las diferencias entre ambas riberas del Bósforo aún suponen un abismo sociocultural que impide una candidatura seria de Turquía. Los expertos más optimistas creen que la opción turca no vería luz verde antes de 2015 como pronto.
Ankara y Bruselas aún tienen muchas aristas que limar para afianzar una relación que, hoy en día, atraviesa momentos delicados. Tras el acuerdo con Irán y el inmovilismo del Gobierno de Erdogan en el caso chipriota, lo que está claro es que la pelota está en el tejado otomano.