Los expertos alertan de que descuidar esos saberes entraña riesgos para la democracia
24/04/11 Autor: María Paz López
Convendrá empaparse de Un mundo feliz, si
no queremos acabar en esa pesadilla de Aldous Huxley.
"Mire vuestra merced que aquellos que allí se parecen no son gigantes, sino molinos de viento, y lo que en ellos parecen brazos son las aspas, que, volteadas del viento, hacen andar la piedra del molino”. Y se supone que, quien más quien menos, ya sabe lo mal que acabó el lance impetuoso. O quizá no, vista la aureola de futilidad que acompaña últimamente a los conocimientos de humanidades en la sociedad española, según denuncia Jordi Llovet, crítico de literatura y filósofo, en su libro Adéu a la universitat. L'eclipsi de les humanitats (ed. Galaxia Gutenberg), de reciente aparición.
Pero el drama va más allá de que poseer la cultura general comúnmente asociada a las humanidades no sea ya un valor que realce a una persona ante sus congéneres. Conocer las andanzas del caballero lunático (“Non fuyades, cobardes y viles criaturas, que un solo caballero es el que os acomete”) y de su prudente escudero (“¿No le dije yo a vuestra merced que mirase bien lo que hacía, que no eran sino molinos de viento?”) podrá parecer prescindible para la supervivencia cotidiana a ojos de algunos. Sin embargo, los estudiosos alertan de que arrinconar por inútiles las Humanidades –literatura, filosofía, arte, historia, teología…– entraña un peligro para la sociedad.
“No se puede articular una democracia sólida sin una población soberana en lo intelectual, sin una ciudadanía ilustrada –arguye Jordi Llovet–. Las humanidades proporcionan los instrumentos para adquirir un conocimiento general, no sólo un conocimiento humanístico, y para saber discernir, algo fundamental para el comportamiento democrático de los ciudadanos”.
Profesionales bien formados en disciplinas científicas y técnicas hiperespecializadas, pero sin una mínima cultura humanística, pueden ser más proclives a engullir de modo acrítico los mensajes cada vez más simplistas de nuestros políticos. Similar riesgo arrostran muchos licenciados en Humanidades, educados en facultades anquilosadas y de dinámicas vetustas, que no siempre han logrado enseñarles a tener criterio, posiblemente la joya más preciosa que puede llevarse un estudiante de sus años universitarios.
Estos males se detectan hace años en la sociedad española, pero afectan, en distinto grado, a varios países occidentales. En Estados Unidos dio la alerta el año pasado la filósofa y jurista Martha Nussbaum con el libro Sin fines de lucro. Por qué la democracia necesita de las humanidades (editado en España por Katz). “La salud de la democracia requiere pensamiento crítico, comprensión de la historia del mundo y cultivo de nuestra capacidad imaginativa, y eso lo dan las humanidades”, recalca Nussbaum por correo electrónico desde Chicago.
¿Osará un economista ilustrado concluir una decisiva reunión de negocios con el latinajo Alea iacta est, inmortalizado por Julio César? Ante cierto retablo, ¿habrá que aclarar que el barbudo de las llaves es san Pedro? ¿Entenderán los futuros adultos el anhelo del urbanita por huir del “mundanal ruido” si no han leído el poema de fray Luis de León? ¿Qué decir de captar las implicaciones de “mandar naves a luchar contra los elementos” (Armada Invencible), o de clamar “Venceréis pero no convenceréis” (Unamuno ante Millán Astray)?
En realidad, se duele Rafael Argullol, catedrático de Estética y Teoría de las Artes en la Universitat Pompeu Fabra: “La sociedad se ha vuelto analfabeta en lenguaje humanístico, pero una pequeña indagación arrojaría el mismo resultado respecto del lenguaje científico”. Argullol alerta de una paradoja: “El superconsumo actual de tecnología no despierta en la mayoría de la gente pasión por la ciencia, por la aventura del conocimiento, por el riesgo o la exploración…” Caso Gagarin: no ve Argullol que el cincuentenario del primer vuelo tripulado por el hombre alrededor de la Tierra haya provocado interés por la épica espacial. “No es culpa de los estudiantes, el sistema educativo los ha formado así”, suspira. Cabe preguntarse si aún hay niños que sueñan con ser astronautas.
La devaluación social de estos saberes se da en diversos países, y el actual clima económico no ayuda a revalorizarlos. “La percepción de que las humanidades no son útiles se ha exacerbado con la reciente crisis económica, que hace que los políticos sientan la necesidad de centrarse en los beneficios a corto plazo, más que en la salud de las instituciones democráticas a largo plazo”, argumenta Martha Nussbaum.
Lo paradójico es que, en puridad, las humanidades son un poderoso instrumento para buscar salidas a problemas. “Si se enseñan bien, son una importantísima disciplina intelectual; entrenan la cabeza y le dan instrumentos de análisis que pueden activarse en un abanico de trabajos muy amplio –recuerda Mercedes García-Arenal, investigadora del departamento de Estudios Árabes del CSIC–. Pero los especialistas del ramo no hemos sabido explicar a la sociedad la importantísima aplicabilidad de las humanidades”. Ejemplo que esta investigadora se llevó de sus años en Londres: aún hoy, las escuelas británicas de negocios escrutan con interés a un candidato de Clásicas, de quien presumen virtudes analíticas, pensamiento ordenado y precisión conceptual.
Pero en España eso no engancha. “Los actuales tecnócratas de la educación, obsesionados por el mercado, la economía y el comercio, olvidan que una buena formación humanística colabora en el desarrollo de esos mismos campos”, acusa Jordi Llovet. “Hay un pragmatismo absoluto, manda el factor económico –señala Rafael Argullol–. Pero ha habido también un lamento plañidero de los especialistas en Humanidades, responsables de cierto anquilosamiento en las facultades; los intelectuales también han fallado”.
Dice Mercedes García-Arenal, del CSIC, que a ella le cuesta relativamente poco demostrar a la sociedad el valor de lo que investiga: ha estudiado la expulsión de los moriscos de España, decretada por Felipe III en 1609. “Eso ayuda a comprender a las minorías religiosas en la sociedad contemporánea y a proponer soluciones; en los documentos de la época se dice de los moriscos cosas que se oyen ahora sobre los inmigrantes, como que esas personas no quieren integrarse”, explica.
“Ante una realidad tan compleja como la inmigración, lo que contribuya a potenciar la capacidad de comprensión de las personas y de su entorno social y cultural juega a favor de la cohesión social –tercia el jesuita Lluís Recolons, sociólogo de la Fundació Migra-Studium–. Una buena formación humanística abre posibilidades para situar, valorar y relacionarse con los otros, con los diferentes; y es un antídoto ante los discursos facilones que se propagan, que explotan el miedo al diferente”.
Convendrá empaparse de Un mundo feliz, si no queremos acabar en esa pesadilla de Aldous Huxley, o banalmente instalados en la ínsula Barataria.